Para ser un buen discípulo de Dios debemos saber manejar las prioridades de la vida, dando preferencia al amor a Dios y a nuestro prójimo.
Un buen discípulo de Dios no exige nada para serlo, sino que entrega todo lo que esté a su alcance para seguirlo.
La felicidad no se logra al hacer cosas.
Cuando ponemos nuestra felicidad en base al hacer algo, aunque lo hagamos, no necesariamente vamos a lograrla.
La esencia de la vida se basa en la libertad, dejando todo aquello que nos amarra y que nos mantiene esclavos del presente, del pasado y del futuro.
Debemos despegarnos de las cosas que nos hacen esclavos, de las cosas que consideramos nuestros tesoros.
El camino a la felicidad se obtiene cuando somos capaces de tomar lo nuestro y lo entregamos a los demás, sin mezquindad y sin apegos o exigencias a cambio de eso.
Debemos vencer la codicia, la avaricia y todo aquello que represente el egoísmo, no solo en los aspectos materiales sino también en los aspectos espirituales y emocionales.
El problema no es tener, sino no dar.
Debemos aprender a disfrutar el compartir.
La felicidad la da el seguir a Dios aplicando la doctrina cristiana en todo lo que hacemos en nuestra vida, sin importar lo que obtengamos o no a cambio, aún en medio de muchos inconvenientes.
Señor, yo quiero hacer tu voluntad. Alabarte sin parar todos los días. Que tu presencia sea mi felicidad.
Que Dios nos bendiga a todos…